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Amarillo

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Con los ojos clavados en el vaso de vino, el hombre se perdía en los recuerdos de su vida pasada. La escasa luz del "sol de noche" colgado de la cumbrera del rancho, dibujaba sombras grotescas en las paredes de madera de la casita isleña. Afuera, la noche como tinta china; la luna no había asomado y tardaría un buen rato aún. Pensó en salir a "carpinchar" pero no tenía cartuchos; los últimos se los había prestado al Chino, y todavía no se los había devuelto ¡traeme los cartuchos o el carpincho! alcanzo a gritarle, mientras la canoa se alejaba del muelle con el "suruby" a media marcha.

El farol amagó con apagarse y volvió su luz con una pequeña llamarada y un ¡pluf! -¡Se está tapando la aguja! ¡Puta madre con el kerosén que venden!  ¡No sirve ni pa` quemar las ramas!

Con el vaso en la mano, salió al pequeño porche. A gatas distinguía la escalera en la negrura de la noche. Tomó un trago, y afinó la vista para ver el río, al observar la noche sobre las copas de las altas casuarinas, millones de estrellas resplandecientes saludaban al hombre en su antiguo viaje alrededor del planeta.

Hacía muchos años que vivía en el arroyo. Antes había tenido otra vida, una mujer, hijos, pero todo eso era parte del pasado y si bien no renegaba de ella tampoco la añoraba. El monte y la pesca le daban sustento, y su habilidad para la mecánica y los oficios, que aprendiera en la ciudad, le fueron bastantes útiles aquí, donde pensó que no servirían para nada, dada la forma primitiva en que se desarrollaba la vida en estas latitudes.

En la parte de abajo de la casa se amontonaban pedazos de motores fuera de borda, heladeras a gas, generadores eléctricos y partes mecánicas que el tiempo y las crecientes habían terminado de arruinar. Trastos de la vida humana que el río poco a poco va fundiendo con la tierra misma, como aquel viejo tractor que se encontró una noche de casería monte adentro, totalmente arrumbado, y nadie pudo explicar como había llegado hasta allí.

Es que los viejos, como llamaban a los primeros pobladores de las islas, eran capaces de cosas increíbles para estos tiempos, las zanjas por ejemplo, para sacar la madera del fondo de la quinta, se cavaban a pura pala, y muchas tenían mas de 1000 metros de largo con un ancho de un metro y otro de profundidad ¡a pala! luchando con las raíces, las serpientes, el calor sofocante del monte, para después entrarle con el pontón, cargarlo de madera y salir a botador hasta la costa.

El grito de susto sacó al hombre de sus cavilaciones. El clásico ¡¡hua!!  provenía de atrás de la casa. En segundos, un gran carpincho cruzó el patio de la casa despavorido y se arrojó al agua, mientras en la floresta algo se había detenido en seco. Lo que perseguía al animal no había querido mostrarse, o tal vez el olor del hombre lo había detenido. Con la vista firme sobre el matorral, el hombre no alcanzaba a divisar movimiento alguno. Aguzó el oído... nada.

Algún perro guacho –pensó-, que se habrá largao a cazar solo.

Estaba girando el cuerpo para entrar al rancho cuando escuchó el motor de la embarcación. Aún estaba lejos, pero el viento le traía el monótono ronroneo del suruby del Chino. Entró, sirvió dos vasos y al tranco comenzó a bajar las escaleras con rumbo al muelle. La canoa tardaría unos 5 o 10 minutos en llegar; la noche estaba fresca y sintió un escalofrío; un viejo poncho pampa cubría los hombros del hombre que instintivamente apretó contra su cuerpo el calamaco[S1]  mientras se echaba un trago.

El arroyo corría de norte a sur tranquilo, algunos camalotes con sus flores azules navegaban su incierto viaje rumbo al Paraná Guazú, mientras que en el recodo del río, las estrellas alumbraban el sendero de plata por donde la figura del Chino, parado en su canoa, se recortaba en la noche.

El también vio al hombre sobre el muelle cuando aún estaba a unos 10 o 15 metros y le pegó el grito: -¡Don Pedro! ¡Acá le traigo sus cartuchos! (y por lo bajo), y un carpinchito...

El Chino atracó la canoa y se bajó con un... –Permiso…- Traía en las manos los cartuchos que el hombre le había prestado y una sonrisa pícara en el rostro aindiado, curtido por el sol y el viento.

¡Bajate nomás, Chino! Así que aprovechaste la luna!, le dijo mientras le extendía el vaso lleno hasta el borde.

-Sí- contestó mientras bebía. -Lo encontré en la costa cerca del ceibo viejo. ¡Estaba regalado! yo pasé despacito y ni bola me dio, se quedó y lo acomodé.

Bueno: bajalo que voy a prender el fuego.

-¿Hay vino?- preguntó.

-¡Ja ! ¡Si hay vino! ¡Claro que hay! ¿cuándo viniste acá y no había?

-La noche que cazamos el moro

-¡Ahhh:  porque se me cayeron las cajas al río!

-Porque estaba caú jajajajaj

-¡Caú estabas vos que te tiraste a buscarlas con una helada machaza y más de 10 mts de agua! ¿o no te acordás de eso?

-Me acuerdo, me acuerdo; bah, más o menos ¡jajajajaj!

Don Pedro encaró para el horno de barro y comenzó a prender algunas ramas secas, mientras el Chino cuereaba y despostaba al animal, sobre una mesa improvisada con algunos tablones de álamo.

-¿Lo va a hacer todo?-, preguntó mientras cortaba con mano de cirujano, músculos y tendones, y la roja sangre iba chorreando por las tablas.

-Sí-, le contesto el hombre-, así queda cocido y se conserva mejor.

La luna comenzó a brillar sobre el monte, trayendo su luz a los isleños, mientras Don Pedro pensaba cuántas veces había visto el astro la misma escena, de cazadores nocturnos, de alimento y sangre…

-Aquí sólo se mata para comer- sentenció-, pero en otros lados... Recordaba el enorme ciervo que no pudo matar aquella tarde de Junio; navegaba por canales cerca del correntoso; el arroyo estaba cubierto de glicinas,  el sol entraba de costado ya atardeciendo, cuando en el fondo apareció sacando pecho con sus guampas al viento y mirándolo firme como diciendo aquí estoy pa´lo que sea. El río perlado de florcitas amarillas que lo cubrían por completo, un manto de flores que llevaba al rey del bosque, cuya figura resaltaba aún más por el rayo de sol que lo iluminaba sólo a él, una imagen fantástica, irreal, pero allí estaba, parado ante él, magnifico, ¿cómo matarlo? hubiese sido como dispararse a sí mismo.

-Don Pedro, ¿dónde lo ponemos?

-Don Pedro!

-¿Eh?, ah, sí. Esperá. Ya traigo la fuente.

El chino se quedo parado al calor del horno con el carpincho en los brazos, como quien sostiene una criatura, nada lo preocupaba; miraba el fuego mientras sentía su calor, cuando un sonido en el monte cercano llamó su atención. Había sido como un roce, casi imperceptible pero el oído entrenado del cazador lo había percibido y ahora le intrigaba, pero no tenia donde dejar su carga y Don Pedro ya volvía con la fuente.

-Ponélo acá Chino, ¡Chino!

-Sí; ahí va, me distraje con un ruido en el monte. Deben ser las pavas que se están acomodando, le contesto Don Pedro

-Eso no era una pava Don Pedro

-Hace un rato, antes que llegaras, un carpincho salió del fondo que lo llevaba el diablo y no paró hasta el río.

-¿Y qué. lo corría?- pregunto el Chino

-No sé, lo que fuera no salió a lo limpio. Algún perro, supongo.

-¿Comemos adentro o afuera?- pregunto el hombre.

-Afuera, está linda la noche. Sabe, tengo otra canoa en mi casa con un Villa.

-Ajá contesto el hombre mientras cortaba con el cuchillo que sacó de las verijas un trozo de carne.

-Y tengo un problemita con la pata de gallo que me hace agua.

-Ya me parecía que tanta consideración no era por nada.

¡Noo Don Pedro ! se lo cuento porque por ahí Ud. me da la solución.

-¿Y por dónde te entra el agua?

-No sé si por el fondo o la brida, la verdad no sé

-Bueno, ¿y llega hasta acá o se hunde antes jajajajaj?

-Nooo! Sí. Qué no va a llega. La traigo mañana mismo pa` que la vea

-A esto le falta sal

-Y de paso traiga más vino jajajaj

Mientras Don Pedro se alejaba hacia la casa, el Chino intentaba recordar cuánto hacía que conocía al hombre. Años, ¿pero cuántos? .....Ahora sí, el sonido había llegado hasta el claro como el agua, nítido, era un animal a la vera del monte y se mantenía oculto en la maleza, tal vez observando, acechando, como él acechaba a su presa.

Con la linterna en la mano, el Chino se levantó lentamente y alumbró las cañas cercanas.

-Un brillo rojo, o amarillo ¿qué es esto?

-Acá te traje el vino

-Vi algo entre las cañas

-Ah sí, ¿y que viste che?

-No sé, algo amarillo

-¡Amarillo, jajaja! ¡La canoa del viejo López que anda dando vueltas por el monte, jajaja!

-No en serio, era amarillo, pero, ¿una garza por ahí?             

-Mirá; que yo sepa no hay ninguna mora anidando allí. Además, qué tiene de amarillo la garza mora.

El pico respondió como un rayo el Chino mientras los dos reían a carcajadas.Así siguieron comiendo y tomando hasta que con la luna alta el Chino arrancó el suruby y se largó al arroyo rumbo a su casa.

-Mañana vuelvo con la otra canoa-, le gritó mientras se alejaba

-Te espero- le gritó Don Pedro levantando el brazo en saludo, mientras giraba para tomar el sendero a la casa.

Lo despertaron los cantos de los boyeros con sus distintos silbidos, y dos de ellos en particular que se peleaban enérgicamente por una semilla en la ventana de su casa; la cabeza le pesaba por la resaca del vino y no tenia en claro qué hora sería. De pronto recordó que tenía que llevarle la canoa a Don Pedro y se incorporó en la cama; su mujer trajinaba con los gurises en el patio mientras colgaba la ropa húmeda de una soga.

-¡Marisa!- llamó; cebate unos mates que tengo que ir a lo de Don Pedro por lo de la canoa.

-Ya voy

Marisa  entró como un tropel; en la mano, la pava humeante acreditaba su dedicación al prever que su marido despertaría y ya tenía el mate ensillado.

Con cariño, le acercó la infusión mientras el Chino, aún sentado al borde de la cama sujetaba su cabeza, y se topaba con los ojos negros de su esposa y una sonrisa cómplice.

-Le dieron duro anoche, ¿no?

-Y viste cómo es!  No lo voy a dejar tomar solo!

-Noo, claro ¡como que a vos no te gusta!

Se vistió y salió hasta la escalera. La luz del sol lo encandiló. Sus tres hijos jugaban en el borde de la costa.

-¡Salgan de ahí! -les gritó. ¡Están muy cerca de la costa, che!

Y con el mate en la mano se volvió para adentro, donde Marisa lo esperaba con pan casero y unas tortas fritas.

-¿Qué hora es?- preguntó.

-Como las dos

-Me tengo que ir, no sea cosa que el hombre tenga que salir y no me vea la canoa.

-Acordate de pasar por el almacén, que no hay más carne.

-¿Y el carpincho que traje anoche?

-¿Qué carpincho trajiste anoche?

-¿No lo traje?

-Acá no trajiste nada; se lo habrás llevado a la otra-, gritó en tono de burla

-Qué otra ni otra- protestaba por lo bajo el Chino al comprender que había dejado el paquete seguramente en el muelle esa noche.

De un piolazo arrancó el Villa y salió sereno hacia el río. Los perros lo seguían por la costa entre ladridos y saltos de alegría, pero su amo no salía a cazar, así que ellos se quedarían en tierra. Sólo el lobo, el más viejo de la tropa, esperaba en el muelle el paso de la canoa para subir con un salto y acomodarse en la proa.

El viejo ovejero lo acompañaba hacía ya muchos años y lo llevaba siempre que no fuera a cazar; para eso estaban los más jóvenes. Él ya había peleado suficiente con los carpinchos y hasta con un yacaré negro con que se toparon una tarde en las costas del río y el Chino mató a machetazo limpio para salvar a su perro de una muerte segura.

La mañana estaba fresca pero tranquila; el vapor del agua tibia se mantenía sobre el río reflejando los colores de los álamos, fresnos, caquis y juncales. Por el arroyo, una garza cruzó al vuelo. Entre risas, se acordó de la conversación de la noche anterior, amarillo, y volvió a sonreír.

El muelle de Don Pedro aún guardaba algo de rocío cuando la canoa del Chino atracó en él. El paquete que el hombre le armara con una parte del carpincho seguía allí, donde él mismo lo había dejado la noche anterior.

-¡Don Pedro!- gritó, acá le traje la canoa para que la vea.

El ballestrinque ciñó la soga sobre el muelle y con paso firme, El Chino y su perro bajaron en la casa. Todo era quietud.

Pero este hombre aún no se levantó, pensó, capaz que siguió chupando y está durmiendo la mona.

-¡Don Pedro!- volvió a llamar, ya más cerca de la escalera. Los ladridos de su perro lo sorprendieron. Al girar vio la figura semi agazapada del animal con el belfo erizado y los dientes listos.

-¡Lobo!- le gritó y corrió hacia él pensando que tal vez hubiese visto al hombre y, sin reconocerlo, lo atacara. Al llegar hasta él no había nada ni nadie a la vista, pero su perro seguía gruñendo entre dientes; volvió a las escaleras y llamó nuevamente. La puerta estaba entreabierta, ni rastro de Don Pedro, todo se veía normal, pero era raro que la puerta estuviese abierta. Salió hacia la zanja donde el hombre guardaba su canoa y allí estaba, tapada y bien sujeta con las sogas larga, por si bajaba la marea.

-¡Don Pedro!- gritó esta vez con las manos al costado de su boca y a voz de cuello. Nada. El hombre había desaparecido, pero no podía estar muy lejos. De a pie, el monte es cerrado y de muy difícil acceso aún para un hombre con la experiencia de él y aparte, ¿para qué?

Dio vueltas al derredor de la casa buscando un rastro. Su instinto le decía, más que su razón, que algo no estaba bien. El perro se acercó moviendo la cola y en un instante se plantó de nuevo gruñéndole al monte.

El Chino volvió a la canoa, agarró el machete y la escopeta, un par de cartuchos entre los dedos índice y medio, y azuzó a su perro para que le entrara al monte. El lobo pegó un salto y se largó a la carrera tras el rastro. El monte se hacía más y más cerrado a medida que avanzaba y los ladridos de su perro más lejanos. Algo le llamó la atención entre las cortaderas y pajonales. Estaba medio sumergido, pero lo reconoció en seguida. Al levantarlo vio que era el machete de Don Pedro; lo reconocería en cualquier lado por su empuñadura de soga fina que ahora estaba manchada de sangre-¡Don Pedro!- gritó a voz en cuello. -¡Don Pedro!- Nada.

-¡Mierda!- exclamó. -Acá pasó algo y no es nada bueno.

Los ladridos de Lobo se acrecentaron. -Lo empacó- dijo en voz alta casi sin darse cuenta. Lo tiene. Si no llego rápido capaz me lo mata al Lobo.

Y así corrió, como pudo, a lo loco, lastimándose con las cortaderas, en una mano el machete y en la otra la escopeta, cayendo una y otra vez en los charcos que las crecientes forman en las islas, escuchando los ladridos desesperados de su perro que no podía solo con la presa, y necesitaba su ayuda, hasta que al fin llego a un claro. El Lobo yacía en un charco de sangre y todo el pajonal aplastado y ensangrentado daba muestras de la batalla que allí se había librado, pero ni rastro de su oponente, ¿qué animal podía luchar contra su perro, matándolo y aun teniendo fuerzas para escapar?, los pelos en la boca de su fiel amigo le dieron la respuesta, eran pelos amarillos y entonces comprendió de lo que huía el carpincho de la otra noche, de lo que él mismo vio a la luz de la linterna. El pobre Don Pedro lo salió a rastrear sin saber y el maldito lo mató. Vaya a saber dónde lo encuentro tirado hecho pedazos igual que al Lobo; hacia añares que no se veía un tigre en la región. A veces alguno comentaba que alguien había visto, pero todos pensaban que eran macanas y ahora esto.

El Chino había estado tan absorto en sus pensamientos que había perdido la noción del tiempo. En el fragor de la carrera había descuidado todo punto de referencia, y ahora se encontraba solo en pleno monte y con un tigre rondando; ya no se preocupaba por Don Pedro sino por él mismo. Se hallaba en enorme desventaja contra el felino; a él le era casi imposible caminar sin hacer ruido, en cambio, la piel del tigre le permitía deslizarse sin el menor sonido. Comenzó a sentir la mirada del animal entre los pastos y un escalofrió le cruzó el cuerpo. No era un cobarde pero… un tigre, y solo! ¡Ah, cómo querría que sus perros estuviesen ahora! El sol comenzaba a ponerse y eso le dio el rumbo. Se encontraba más cerca de su propia casa que de la de Don Pedro. Con suerte podría llegar antes del anochecer   y estaría salvado. No quería dejar a su perro allí, pero no tenia alternativa, y la idea de que el cuerpo de su amigo fuera parte de la cena de los carroñeros también lo hacía sentir mal, pero ahora tenía que salvarse él.

Comenzó a avanzar entre el pajonal; no tenía idea de cuánto le llevaría llegar hasta su casa pero el rumbo era seguro y apuró el paso lo que pudo. Se sentía muy cansado; las piernas se le acalambraban de tanto en tanto y los mosquitos se ensañaban con él formando nubes a su alrededor, pero él seguía, conocía bien los esteros y estaba acostumbrado; vigilaba el terreno seco donde la yarará anida y los oídos atentos al salto de la fiera, la escopeta al hombro y el machete en la diestra, sabedor que a esa distancia le sería más útil la hoja que el arma de fuego. En un viejo sauce hizo un descanso; comenzaba a tener frío y la sed le empastaba la boca. No podía tomar el agua del campo porque estaba podrida, sólo había que aguantar un poco; pronto llegaría a su casa con su mujer y sus hijos.

Cualquier movimiento en la espesura lo sobresaltaba de manera que asumía una postura defensiva, machete en alto, el antebrazo adelantado al golpe, la mirada quieta en busca del movimiento furtivo. Los nervios lo iban ganando lenta pero inexorablemente, a cada vuelo de tacuarita, el presentía el ataque feroz: dientes como lanzas, garras como acero que le desgarrarían las carnes como a su pobre perro.

Anochecía cuando marcó el rumbo con los árboles más lejanos para tratar de no perderlo, y se encomendó a Dios. A esta altura, después de varias horas, los mosquitos habían hecho estragos en su cara, cuello y manos y comenzaba a sentirse afiebrado; pensó en descansar sobre algún árbol de los pocos que quedaban en el estero, pero la idea de que el tigre, gran trepador lo alcanzara dormido lo horrorizó por completo. -¡no!- se dijo en voz alta-, tengo que seguir, y al dar el paso cayó de frente en un charco. Estaba exhausto, se levantó con esfuerzo y sobre las cortaderas vio un bulto, se acercó y reconoció la camisa que Don Pedro tenia puesta la otra noche. Estaba hecha jirones en la espalda y totalmente roja de sangre y barro. Entre los pastos alcanzó a divisar la suela de la bota y ya no quiso ver más, buscó el rumbo y partió hacia su casa.

En el camino se dio cuenta de que había abandonado la escopeta en donde había caído y no se había dado cuenta hasta ahora. La cabeza le pesaba como por la mañana y la boca seca, la piel afiebrada por el sol y los mosquitos y ese cansancio…

No vio el albardón, en realidad se lo llevó por delante, pero su alegría fue enorme ya que ese montículo de tierra marcaba el fin de su desgracia y el principio de su quinta. Sólo unos metros más y llegaría a su casa. Había por este lado un gran camatá; tenía que estar allí; eso le confirmaría que era su albardón; buscó con desesperación en los bolsillos hasta que encontró el encendedor; y con él y unas pajas hizo una  improvisada antorcha, y si, allí estaba el nido, el gran camatá se columpiaba levemente por la brisa nocturna, mas al bajar la mirada descubrió con horror las pisadas aún frescas de un gran tigre, y un reguero de sangre junto a ellas. El animal también había encontrado el albardón e iba delante de él, ¡hacia su casa!  

Intentó correr, pero sus piernas cansadas de lidiar con el barro no respondieron. Entonces gritó el nombre de su mujer, el de sus hijos que estarían en la orilla mojarreando o jugando aún, gritó y maldijo su suerte, pero nadie lo escuchó. Con un esfuerzo sobrehumano se incorporó y empezó a caminar, apretado en su mano el machete, la cabeza gacha, los ojos encendidos. Comenzó a trotar, su corazón acelerado, las caritas de sus hijos en los ojos, comenzó a correr haciendo a un lado la maleza, con el pecho desgarrado por la zarza, comenzó a gritar -¡¡Marisa, Marisa los  gurises!! ¡¡Un tigre carajo, Marisa!!  La voz de su mujer le llegó entre el zumbido del monte. Marisa cantaba siempre mientras lavaba la ropa, o hacía sus quehaceres, pero ya era tarde para eso; el viento le traía la risa de los niños y ahora más fuerte el canto de su mujer. Ya llego, mi amor, ya llego, sólo un poco más sólo un poco más.

El aire fresco le golpeó la cara al salir al claro. La luz del rancho, ya encendida, dibujaba las sombras de su mujer y los chicos en la escalera cuando el Chino apareció a los gritos, Mariza corrió hacia el y alcanzó a sostenerlo mientras el muchacho se desplomaba en sus brazos.

!Un tigre Mariza, entrá los gurises, mató a Don Pedro y al Lobo Marisa       ¡¡entrá los gurises!!

Mariza no contestaba, se había quedado quieta, petrificada por el horror, a escasos 10 metros de su marido. Dos ojos como brasas se acercaban al acecho, músculos tensados, garras como acero.

El Chino trató de incorporarse, de hacerle frente al asesino, pero la fiera estaba ya en lo alto y desde el aire su feroz rugido, cuando el disparo resonó en el monte como un cañonazo y la figura de Don Pedro semidesnudo y descalzo se recortó en la luz del rancho con los gurises a su espalda. El tiro había sido limpio. La fiera yacía muerta a no más de metro y medio de la pareja.

-Chino- le dijo con voz cansada. -Estás hecho una porquería.

!Don Pedro! gritó el Chino. Lo di por muerto.

Los niños corrieron hacia sus padres mirando de reojo al tigre muerto como si sus pequeñas miradas pudiesen renacerlo y entonces cerraban fuertemente los parpados para reabrirlos en el rostro inflamado de su padre.

En el primer entrevero perdí el machete, se me fue de la mano como un boliado, yo sentí su mirada cuando salí a orinar en la mañana, el tipo andaba rondando, mira lo flaco que está, anda a saber cuándo fue la última vez que comió. Si el carpincho no se le hubiese escapado otra habría sido la historia.

En el segundo entrevero, me di cuenta que me seguía y alcancé a esquivarle el bulto cuando me asaltó por la espalda. No pude esquivar la zarpa pero él tampoco mi cuchillo y se llevó un lindo tajo en las costillas que lo hizo recular y perderse en el pajonal.

Así empecé a rumbear para tu casa pensando que era un peligro para los gurises y que vos no ibas a estar pero cuando llegué al albardón se ve que me desmayé, había perdido mucha sangre, no sé cuánto estuve tirado en el barro. Me despertaron tus gritos y bueno: parece que llegué justo para tomar unos mates ¿Qué te parece Marisa?

Con los gurises abrazados contra su pecho Marisa comenzó a levantarse, Don Pedro ayudó al Chino y juntos, apoyados unos en los otros comenzaron a caminar lentamente hacia la casa. La espalda de Don Pedro lucía la marca roja de la fiera y el Chino casi no podía hablar de lo hinchado que tenia los labios por las picaduras del bicherío.

Fue allí, cuando subían la escalera que Don Pedro le preguntó: -Che Chino ¿qué tiene de amarillo la Garza Mora?

Y los dos se echaron a reír con ganas, con la risa fuerte del que vuelve del infierno con la risa grosera del que venció a la muerte.    

 

 

 

 

                                                                               Juan Carlos Ronchieri

 

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