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El Impulso

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Era una tarde de domingo como cualquier otra en el arroyo; el sol del verano entrerriano inundaba el monte con su sopor denso y húmedo, pero en la costa y a la sombra de las altas casuarinas la suave brisa del arroyo apaciguaba el tórrido calor.

Caballo Loco se había levantado contrariado aquella mañana; la temperatura en el rancho era insoportable, ni un árbol en el playón para darle un poco de sombra al techo, el rancho a pleno, se aplastaba de sol; su Tía, devenida en su mujer después de la muerte de su Tío fregaba la ropa en el río, mientras la transpiración de su rostro se mezclaba con el agua del arroyo enturbiando el líquido y la sangre misma de esa mujer de tez aindiada sujeta a su destino de hambre y desarraigo.

Que podía hacer, adonde iría, si no tenía más  ropa que ponerse que la que llevaba puesta y algún trapo más, ya no recordaba ni qué edad tenia ¿ unos 30 tal vez?  Que importaba, su vida había estado atada a la del viejo y ahora la heredaba Caballo Loco como un pedazo más de esta tierra maldita. Sus hijos desnudos corrían tras las mariposas que se agrupaban en el barro para beber, ajenos a la tragedia, al dolor, al calor, un ojo en la ropa, uno en el río… el arroyo cobra caro los descuidos de una madre.

En las Islas se los conocía como los Rodríguez, y su nombre era sinónimo de robo y vandalismo, Caballo Loco, Marisa ahora su mujer, Macanaquis, un muchacho de unos 16 años, fuerte y atlético tan veloz en el monte que era capaz de llegarle al capibara antes que los perros, una niña de unos 12 años y dos varones más uno de 7 y otro de 5 y ya la panza de Marisa se erguía en su destino de madre nuevamente.

Caballo Loco salió del rancho para echarse en la vieja hamaca paraguaya.  Esta colgaba de los postes que daban sostén al piso superior, entre un cambalache de motores viejos y desarmados, tachos y pedazos de muebles, que el tiempo y la desidia fueron juntando debajo de la casa.

A este hombre de abundante y negra melena, estatura mediana, delgado y de tez trigueña clara, no se le conocía labor alguna. En alguna oportunidad fue conchabado para trabajar en la madera, pero siempre terminó mal, por flojo, borracho o ventajero o todas estas cualidades juntas; nadie lo vio haciendo junco ni en el Paraná Guazú, ni mucho menos pescar, salvo de aburrido y en el arroyo nomás.

Sí se lo podía ver de vez en cuando por algún mostrador de los pocos que hay en la zona, chupando callado y atento, como una fiera apaleada que espera en cualquier momento el cimbronazo, listo para la huida si la cosa se pone fea. No era un hombre de agallas, era un sobreviviente, un abusador sin valía alguna, que sus vecinos esquivaban y este esquive le imprimía a Caballo Loco más rencor, justificando sus tropelías. Sus ojos negros como la noche clavados en el vaso de vino barato, secos, estaban como muertos. No era un hombre valiente, pero eso no significaba que no fuera peligroso, de hecho su cobardía lo convertía en un tipo de temer.

Macanaquis había salido temprano a recorrer unas trampas, y volvía en la destartalada piragua con un capibara en la proa, que se lo echó al hombro, y clavó sus pies descalzos en el barro de la costa; lo había despenado con el machete y la cabeza del carpincho colgaba casi desprendida del resto, lo acomodó sobre una vieja mesa y comenzó a cuerearlo en silencio. -¿y dónde lo cazaste? Preguntó Caballo Loco. Atrás de los campos e` Presta, puse unas trampas anoche y cayó este; estaba enredado en el alambre pero vivo, le tuve que dar un machetazo. ¿Y quién te autorizó a llevarte el machete a vos? -Nadie, si ud. estaba durmiendo- contestó Macanaquis sin pensar, al tiempo que comprendía su error. ¡Qué quiere decir con eso de que estaba durmiendo! Gritó Caballo Loco al tiempo que bajaba una pierna de la hamaca y se enderezaba para mirar al muchacho.- Nada, nada. Salí a cazar para que comamos. Disculpe lo del machete- y siguió en silencio su trabajo mirando de soslayo atento, como esperando.

Macanaquis tenia el doble o el triple de fuerza que su padrastro y hubiese podido dominarlo fácilmente, pero el desarraigo le aterraba al igual que a su madre y la figura de su padrastro era todo lo que tenia, por eso agachaba la cabeza o se dejaba apalear como un perro que reconoce a su amo aun cuando éste es un mal bicho.

El muchacho trataba de romper con aquella vida, alternaba con algunos Isleros de su edad jugando al fútbol, ayudando en la pesca o cazando. Eso le había ganado la aceptación en varios lados y el resentimiento de Caballo Loco, mas nadie olvidaba que finalmente era un Rodríguez.  Caballo Loco se acercó a Macanaquis y tomó el machete que estaba sobre la mesa, al tiempo que observaba a su hijastro y éste levantaba el hombro en un intento inconsciente de defender el cuerpo. Pegó media vuelta y volvió a la hamaca, aclarando con ese acto a quién le pertenecía.

La puerta se abrió para dejar pasar la luz de un atardecer isleño inundado del canto de zorzales y boyeros, desde el interior, aún en sombras. El pequeño patio de tierra y el muelle de madera se adivinaban calientes, la figura de un hombre menudo y entrado en años, se entrecortaba en el marco de la puerta. En tres o cuatro pasos Don López estuvo sobre el muelle; su costa era más alta; por ello podía ver el rancho de los Rodríguez casi a la altura de la planta alta. Con el mate en la mano, el viejo observaba el arroyo como si lo viese por primera vez; nadie conocía la historia del hombre que vivía en aquella casa de material, solo y su alma en medio del monte, pero a diferencia de sus vecinos, él era una persona querida y respetada por la comunidad; el hombre no se metía con nadie y hacía su vida tranquila, seguramente apoyado económicamente por una jubilación o vaya a saber; en realidad a nadie le importaba, mientras se comportara honestamente. No son muchos los hombres que logran vivir solos en las islas. La soledad y el desarraigo que esto implica, dada la lejanía de pueblos o ciudades, hace sucumbir al hombre en el desasosiego, y muchas veces lo vuelca al alcohol o la locura misma, pero no era el caso de Don López.

-¡¡¡Ehhhhhhhhh  Viejo!!! Véngase a jugar un truquito. -Le gritó Caballo Loco desde la banda opuesta del arroyo. Tráigase algo pa` tomar.

Muchas veces Don López se había cruzado a jugar al truco con Caballo Loco, para terminar siempre igual. Si perdía, el dueño de casa se burlaba hasta que ya sin poder aguantar mas, el pobre viejo reaccionaba, y entonces se venia la lluvia de golpes y patadas que, Caballo Loco le propinaba al pobre hombre sin que éste tuviese la fortaleza para defenderse siquiera, y ni hablar de si ganaba, pues entonces la excusa para la paliza era la trampa en el juego, que seguramente había hecho para ganarle.

No había forma de salir bien librado de la situación, aunque en algunas ocasiones le había ganado de mano con una retirada a tiempo y sorpresiva, llegándose hasta su canoa y partiendo en un descuido, mientras escuchaba los gritos de Caballo Loco, primero incitándolo a volver y luego insultándolo por no hacerlo. Así desde hacía mucho tiempo, y todos sabían que algún día este juego terminaría mal, algún día se le iría la mano y terminaría matándolo al viejo. El mismo desarraigo, la misma soledad termina uniendo a estas almas en el abandono y la tragedia.

-¡Ya me cruzo!- le gritó, mientras volvía a entrar a la casa en busca de algunas cajas de vino. Con ellas bajo el brazo subió a la canoa para cruzar los escasos 50 metros que separaban a los vecinos, atracó en la costa y de un tirón acomodó la canoa con los remos listos por si acaso; sus botas de goma lo aislaban del chirlo barro que transformaba la costa en un chiquero. -.Siéntese Don López. Vamos a jugar un truquito pa` pasar la tarde. ¡Qué calor! ¿no? En la casa no se puede ni dormir; menos mal que a la noche refresca.

Siempre se ponía charlatán Caballo Loco con el viejo, el hombre que era capaz de estar entre muchos y no pronunciar palabra alguna en horas, se convertía en locuaz ante la presencia del vecino, tal vez porque éste le traía las tres cosas que más le gustaban: un juego donde lo dejaran ganar, el alcohol y el cobarde abuso en donde sólo una bestia como él podía regocijarse. Nadie comprendía por qué Don López seguía yendo, pero así era.

-¡Trucooooo!- Gritaba desaforado el local mientras el viejo observaba sus cartas con la malicia imprescindible de este juego ¡Quiero retruco a ver qué tenés! Y así entre envidos y falta envido pasaba la tarde y se agotaba el vino que puebla la sangre de los hombres alterando sus sentidos.

Ya era de noche cuando Don López se levantó para irse, el vino le pesaba en la cabeza, apenas divisaba la canoa en la costa, se detuvo para enfocar la mirada y allí mismo recibió el primer palazo por la espalda. Giró levantando los brazos para protegerse… pero sólo logro desviar un poco el segundo golpe que lo alcanzó en el hombro izquierdo y haciéndole perder el poco equilibrio que el vino le había dejado. Cayó al barro caliente aún, algunos peces comenzaban su ronda por la superficie dejando sus círculos de agua, mientras que en la costa de los Rodríguez Caballo Loco le propinaba al pobre viejo una feroz paliza al grito de ¡vos te vas cuando yo te digo! Y Don López se hacia un bollo entre el barro y estiraba su mano hacia su verdugo, como implorando clemencia.

Cuando cansado de golpearlo su vecino se alejaba revoleando el palo a un costado, el viejo se arrastró hasta la canoa y volvió remando a su casa.

Los pájaros lo despertaron, o fue el dolor en todo el cuerpo que sintió como un flechazo cuando intentó bajarse de la cama; su ropa yacía al pie toda embarrada; ni siquiera recordaba haberse sacado las botas. Como pudo, se puso de pie y fue hasta la cocina, con un jarro sacó agua del balde y llenó la pava que colocó sobre el mechero, al tiempo que lo encendía. -¡puta madre!- Exclamó. -¡Hijo de mil putas!- Se asomó por la ventana y alcanzó a ver a Marisa bañando al más chiquito en un fuentón de plástico rojo. -¡Hijo de mil putas!- Su cuerpo seguía aún embarrado en parte y el olor le revolvió el estomago, salio por la puerta trasera y bajo la casa, se lavó entre quejidos y puteadas. El pasto está muy alto –pensó-. Lo voy a tener que cortar, no sea cosa se me gane una yarará en la casa. El sonido de la pava lo sacó de sus cavilaciones. Se apuró a llegarle antes que el agua hirviese y no sirviera para el mate, la manoteó de apuro y se quemó un poco los dedos ¡pero, otra maldición! Se sentó. Un aire fresco corría por la galería, y apoyando la pava en el piso al lado de su pie desnudo, sintió cómo la tibia infusión le recorría la garganta. Estaba dolorido pero bien; algunos moretones en los brazos pero nada grave; se levantó y fue hasta la pieza, encendió la radio, la voz clásica del locutor de Radio Colonia era su única y más fiel compañía; a veces él le contestaba a la radio, como si charlaran, y eso lo hacía sentir menos solo. Al rato olvidaba el dolor y ante un movimiento impensado, otra vez el flechazo y la consiguiente puteada.

Caballo Loco seguía durmiendo la mona; esta mañana ni el bravo calor lo había despertado, Macanaquis se había ido temprano a pescar al Guazú, era tiempo de bogas y estaban saliendo fuerte en el río, si ayudaba seguro le tirarían unos pesos para los vicios.

Marisa prendía el fuego para cocinar lo que quedaba del carpincho, mientras les gritaba a los más chicos que se alejaran de la orilla.

Caballo Loco salio al patio pálido y transpirado: con la cabeza embotada por el alcohol buscó agua en el balde. Al encontrarlo vació lo arrojó a un costado al grito de ¡Agua!

A lo que Marisa, dejando todo, corrió a tomar el balde y llenándolo en el río, se lo acercó para que se aseara.

Se mojó un poco el cuello y el pecho y metió la cabeza entera en el balde, cuando la sacó chorreando agua sus ojos se encontraron con los de Don López que lo observaba desde el muelle de su casa. No dijo nada, sólo sonrió y se metió en la casa.

Don López volvió a la cama, hacía calor para dormir, pero el cansancio de la mala noche lo fue llevando de la mano al sueño, y soñó con el dormir pesado de la comida sin digerir, del sopor, de la evasión.

Lo despertaron los truenos; sobresaltado, se incorporó para ver la lluvia desde la ventana abierta de par en par, se apuró a cerrarla mientras habría la puerta que daba al porche cubierto por el ala del techo de chapa. El ruido era ensordecedor; la tormenta azotaba las altas casuarinas de la costa como si fueran ramas, rugiendo el viento y la lluvia sobre el zinc del techo. El pacífico arroyo se había convertido en un vertiginoso cauce, que arrastraba todo a su paso, eran las cinco de la tarde pero el cielo oscurecido por negros nubarrones, convertía en noche la tarde de las islas. Miró hacia la casa del vecino y no vislumbró más que el espeso humo de la cocina elevándose pesadamente, como si él tampoco quisiera abandonar la calidez del fuego.

Tres días duró la lluvia, con el agua alta. Caballo loco y su familia permanecían ajobachados en la cocina del derruido rancho. El arroyo, desierto de embarcaciones; el monte, sin pájaros; sólo el deambular de los grandes embalsados de camalote que surcaban el río, arrancados por la tormenta en un ir y venir de los caprichos de la correntada, que como un dictador condiciona la vida de hombres y bestias que habitan sus costas a su antojo.

Tímidamente el sol volvió a las islas y con él los mosquitos, tábanos y ese olor nauseabundo del barro al corromperse cuando las aguas se retiran.

Con la marea baja, Marisa volvió a su trajín de ropas y gurises, mientras el sol calentaba las chapas del rancho, donde su hombre asomaba con la mirada puesta en la casa de material de la orilla opuesta.

Como si nada hubiese ocurrido, Caballo Loco le pegó el grito al viejo. -¡Eh, Don López! Véngase; vamo`a jugar un truquito-. El viejo apretó el mate que tenia en sus manos con una mezcla de rabia y humillación, como aquel que se ha entregado a su destino pero que reconoce su desgracia, no está ciego ante ella, la ve, pero no puede hacer nada, un impulso, si sólo tuviese la claridad de un impulso, negarse pensó, para qué, sabía que más tarde o más temprano terminaría yendo nomás, tal vez, esta vez sería diferente, tal vez...

-¡¡Trucooo!! Gritó Caballo Loco. Ya llevaban unas horas jugando un partido tras otro interrumpido sólo para ir a buscar más vino. El viejo estaba cansado y había jugado mal, su oponente exaltado ante las victorias repetidas no hacía más que humillar al viejo de todas las maneras posibles hasta que, finalmente y como era previsible Don Lopez se incorporó y salió rumbo a su canoa. Adónde vas, che! -Todavía no terminamos! -Yo sí- Le contestó el viejo. -Yo terminé y para siempre. Acá no vuelvo más, prefiero morir de aburrimiento a verte de nuevo la cara! Ah. ¡Si querés morir yo te puedo ayudar!- le gritó mientras buscaba el machete, el viejo alcanzó a llegar a la canoa sin ser lastimado y con remo firme llegó la orilla opuesta, mientras su vecino seguía gritándole que lo iba a matar machete en mano y ya subido a la destartalada piragua.

Don López entró a su casa, mientras Caballo Loco atracaba en su muelle a los gritos. Cuando éste fue a desembarcar vio la figura del viejo sobre el muelle con la escopeta en las manos. -No te bajes- fue todo lo que le dijo, pero su vecino no creyó en la amenaza de un viejo que hacia años apaleaba a gusto, no creyó, o no supo ver en la mirada firme del viejo el impulso, ese impulso que había estado esperando, el del hombre que se yergue sobre su destino desgraciado y lo tuerce, lo doblega, lo elige.

El disparo sonó como un cañón en el río, ante la mirada atónita de Marisa y los críos que observaban desde su costa cómo Caballo Loco se desplomaba en la piragua con un agujero en el pecho.

El silencio se adueñó del río. Ni un grito, ni un gemido se escuchó desde la otra orilla, como si el tiempo y la corriente se hubiesen detenido en el instante del disparo.

Un Martín Pescador cruzó su vuelo rasante sobre el agua, un hombre cansado pero entero apoya su escopeta en el marco de la puerta mientras los últimos rayos de sol se esconden tras el monte. Caballo Loco, con sus ojos abiertos, yace en un charco de sangre, muerto. Una charata canta su graznido como una carcajada y la corriente arrastra una canoa desvencijada rio abajo, hacia el Paraná Guazú.

Basado en un historia real.

      

 

 

                                                                    Juan Carlos Ronchieri

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