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De Tierras Lejanas

Era domingo, el sol apenas brillaba aquella mañana de invierno, en que el niño asomaba sus narices en la profunda depresión de la tierra.

Un valle perdido en el tiempo. La barranca, de unos 12 o 15 metros de profundidad, se presentaba como un escollo importante, pero a lo lejos, las ruinas de antiguas civilizaciones le hacía palpitar el corazón en forma impostergable; debía bajar, debía llegar hasta allí.

Con sus escasos 8 o 9 años y el sol en la frente, descendía hacia el valle aferrándose a cada piedra, a cada terrón para no caer al vacío, hasta que por fin asentó su pequeña zapatilla flecha sobre terreno firme. La luz ahora todo lo inundaba; la enorme olla que formaban las paredes derruidas, lo hacían sentir como en un enorme coliseo romano: la plaza gigantesca, y él tan solo. Las altas paredes que daban al este, mostraban las huellas de antiguas habitaciones; éstas, aun conservaban restos de pinturas en sus murales y artilugios que seguramente utilizaban sus antiguos habitantes, una arriba de otra, inalcanzables ¿cómo llegar hasta ellas? Los pájaros no se acercaban a estas ruinas, temerosos de los muchos felinos que las habitaban. En cambio, las enormes ratas noruegas todo lo invadían, haciéndole frente a gatos o humanos, escondiéndose entre los escombros con increíble rapidez.

Todo era silencio. Con paso sereno el niño se encaminaba hacia la pared Este donde se divisaban unas rejas de metal. Varias habitaciones protegidas por gruesos barrotes de hierro, daban cuenta del pasado tenebroso del lugar. Nada había en su interior que diera una pista al niño, sus puertas cerradas con cerrojo no podían ser flanqueadas, pero todo estaba a la vista. En cambio, las habitaciones altas, deberían tener rastros de los que lo habitaron, pero cómo subir. Un movimiento llamó su atención y en un segundo todos sus sentidos se agudizaron. Algo se había movido; entre las cercanas rocas algo lo acechaba: una pequeña navaja andaluza dio su brillo de sangre aquella mañana. Con el vello de la nuca erguido, el pequeño explorador se preparaba para dar batalla a la bestia; su ancestral temor a los felinos hacía fluir la adrenalina como un torrente, y su corazón se desbocaba mientras aferraba con formidable fuerza la navaja. El tiempo se detuvo cuando el gran gato barcino dio un salto hacia la roca. Con ronco rugido, su cabeza gacha y la mirada turbia, enfrentaba al invasor, llevaba en sus fauces una rata que aún se debatía, pero a diferencia de otros a los que el niño había enfrentado, éste no buscaba con su mirada los puntos de escape; sus ojos estaban clavados en él, mientras su belfo se erizaba y su cola, zigzagueante, como un látigo de lado a lado. Los segundos se hicieron eternos; ninguno de los contrincantes se movía esperando el movimiento del otro, hasta que al fin, el felino desvió su mirada buscando el escape, allí el niño pegó el grito y el gato emprendió la huida...

Sentado sobre la roca sintió su corazón calmarse lentamente. La idea de llegar a los pisos altos lo inundó nuevamente, corrió hacia el claro y de allí elucubró la forma de acceder al primer piso, unas grandes rocas en la zona sur le servirían para ganar altura y desde allí, por una cornisa que se veía fuerte, podría acceder con un pequeño salto al interior del primer piso. Todo parecía fácil desde allí.

Sin más corrió hacia las piedras y comenzó el ascenso aferrándose a las salientes. Pisando, tanteando, fue llegando a la cima; pronto encontró el camino a la cornisa y con la espalda apoyada en la pared se acercó todo lo que pudo; poco podía ver, desde ese ángulo, pero el piso parecía firme.                                                                              

Calculó que debería dar un salto de unos dos metros, pero como estaba más alto, llegaría pero no sin carrera, debía volver atrás unos metros y desde allí correr por la cornisa para saltar al fin y caer al primer piso. Era arriesgado, y si fallaba caería unos tres o cuatro metros sobre los escombros; no podía fallar. Recorrió con cuidado los metros hacia atrás, respiró hondo y se largó en loca carrera por la cornisa que se desmoronaba a su paso. Saltó... Saltó con todas sus fuerzas, con el corazón palpitante, con su pequeño cuerpo flexionado como un arco y el golpe brutal... y la rodada... y el polvo.

Miró sus manos raspadas que le ardían, pero no era nada; en cambio las rodillas sangraban bastante y serían más difíciles de explicar. Se incorporó y miró hacia abajo con alegre orgullo, viendo cómo el gato barcino lo observaba desde el bajo; giró dándole la espalda y lo primero que le llamó la atención fueron los dibujos en la pared. Eran claramente obra de algún niño como él, ¿qué padres dejarían que sus hijos dibujen en las paredes?, él mismo lo había hecho cuando más chico aún y se había llevado una gran reprimenda. Sin embargo, allí estaban las casitas de chimeneas humeantes, un caballo, y algunos que ni siquiera podía identificar. Sobre la pared sur, la que no podía ver desde ningún lado, un destruido ropero contenía algunas ropas abandonadas y a su lado un crucifijo colgaba de la pared.

El sol ya estaba alto y debía volver, no podría alcanzar los pisos superiores esta vez, pero volvería en otro momento. Ahora debía bajar de allí. La pared norte tenía una puerta, no hizo más que abrirla cuando el piso bajo sus pies se desmoronó y quedó colgando de la manija. Intentaba hacer pie en el borde, cuando con estridente sonido, puerta y marco se desprendieron llevando sobre su lomo cual alfombra mágica al niño sano y salvo para aterrizar en otra gran polvareda. Miró hacia arriba y sonrió satisfecho, se sacudió la tierra como pudo y comenzó su trepada final para alcanzar la entrada.

Al llegar a la cima observó nuevamente la demolición y corrió la misma chapa de zinc por la que había entrado, contempló la calle, desierta como todos los domingos. Cojeando, caminó contento por Esmeralda, dobló en Viamonte y llegó a la puerta del viejo "cowboy" (antiguo edificio de departamentos en planta baja) tocó el timbre y la imagen de su madre ya con el delantal puesto se recortó en la tarde.
-¿de dónde venís, de la guerra?- le espetó al ver la traza del niño, y, él sonriente, le contestó:-...de tierras lejanas, mamá... de tierras lejanas.

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