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El Agujero

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Del tamaño de un puño, el orificio dejaba ver la tormenta de nieve afuera. El viento blanco arreciaba. Se había empeñado en mantenerlo abierto a fuerza de golpear la nieve con la boca del cañón de su rifle. Cuando la tormenta comenzó a girar en torno a él, supo que debía sepultarse en la nieve igual que los conejos que cazaba para sobrevivir.

El agujero lo mantenía conectado con el exterior, con la vida. Alejaba el terror que sentía al pensar que quedaría enterrado vivo en la montaña, bajo una capa de nieve y hielo, y que lo encontrarían en la primavera, como ocurrió con otros.

No era un gran recurso, era el único. Cegado por la tormenta, sin poder ver dónde pisaba, en una meseta bordeada de desfiladeros en la misma precordillera y solo, era lo único que podía hacer. Y lo había hecho. Usando la culata del fusil como improvisada pala, había cavado hasta llegar al hielo, amontonando la nieve a su alrededor, con apremio, con premura, con el viento y la nieve golpeándolo, cegándolo.

Poca cosa era el pozo. A gatas podía moverse un poco para cambiar de posición, pero estaba al reparo del viento, su peor enemigo. Tomó un trago de la bota de vino vasca que jamás

olvidaba, y que era ahora su único sustento y, con manos temblorosas, encendió un cigarrillo negro.

El humo salía disparado por el orificio, como él mismo hubiese salido si no supiese que marchaba hacia una muerte segura.

Sentía los pies helados, se rió. Cuántas veces había usado esa expresión “los pies helados” caminando tranquilamente por la ciudad. Ahora se estaban helando realmente.

Con una seguidilla de contorsiones logró sacarse las botas acordonadas; sus pies comenzaban a mostrar el color violáceo de la congelación. Había que frotarlos con la misma nieve. Cada

movimiento generaba diminutos aludes dentro del pozo, recordándole que se encontraba en la ladera. Entonces, mientras el joven cazador frotaba su cuerpo con las manos, su oído se

agudizaba tratando de detectar el principio de un alud verdadero, y sus ojos se clavaban en el orificio que lo conectaba con la vida.

Al cabo de unos minutos se tranquilizaba, pero el mínimo sonido vagamente parecido a un alud, lo sorprendía con las orejas paradas y la mirada fija en el agujero.

Los pies seguían fríos y comenzaba el temblor. Pensó en su mujer y su pequeño hijo, pero no era momento de pensar en ellos. Debía solucionar el problema de los pies. Sin ellos moriría congelado. Recordó que antes que el viento blanco se desatara había matado tres conejos. Los tenía en la mochila. La mochila… ¿dónde había quedado?

Aún estaba en su espalda. Con el apuro no se la había quitado y ahora era muy difícil de alcanzar. Hizo un primer intento; no pudo. Giró un poco de costado y alcanzó una hebilla, la abrió y tiró de ella hasta que la bolsa se deslizó por debajo de su brazo. Temblaba.

Cuando comenzó a cazar conejos tomó por costumbre desollar al animal en caliente. Eso facilitaba el trabajo de cuerearlo, ya que haciendo unos cortes en las patas posteriores, el cuero salía como una bolsa.

Puso la carne en el interior de la mochila, y los cueros colgando fuera de ella para que se fueran oreando con el viento seco de la montaña. Tocó uno de los cueros; luego los otros dos. Su pelo suave lo convenció de que si les servían a los conejos le servirían a él. Como una media y con el pelo hacia dentro se colocó dos cueros uno en cada pie helado y el restante para sus manos. El olor del animal le recordó su condición de sobreviviente. El frio no lo vencería, sobreviviría.

¿Cuántas horas llevaba en el pozo? ¿Cuándo se detendría el maldito viento blanco, que en ráfagas de ochenta a cien kilómetros por hora podía desbarrancar a un hombre, o tapar un

pozo de un metro y medio de largo y metro de profundidad en minutos, formando una cúpula azulada a la que debía golpear a cada rato para mantener el agujero?.

Había dejado de temblar. Sus pies, si bien no estaban tibios, siquiera mantenían una temperatura razonable; sólo sacaba las manos del improvisado guante para prender un cigarrillo.

¡Ahh!  Si fuese humo, podría librarse de aquella situación, volando con el viento.

Y entonces no sería su enemigo sino su aliado. Una puntada en la espalda le recordó su condición humana.

Tenía sueño, pero sabía que no debía dormirse. La muerte blanca lo alcanzaría si se dejaba vencer por el cansancio. El sueño junto con el viento eran sus enemigos. Pero el ascenso a la ladera, la tención los músculos en constante contracción por el temblor del frío comenzaron a desbastarlo. El sueño, si llegaba, sería un descanso final, eterno.

-¡No! ¡No dormiré!- exclamó a los gritos. ¡La tormenta parará y saldré de este miserable pozo! ¡Al caminar entraré en calor y todo estará bien!

Pero a los pocos minutos, el sueño clavaba sus garras en los pesados parpados del cazador que, sobresaltado, volvía a encender un cigarrillo y clavar su mirada en el agujero que le prometía la vida. El último cigarrillo. Llevaba más de tres horas en el pozo; casi no sentía frio y parecía que el viento estaba amainando. De a ratos podía oír el sonido de las olas rompiendo en los arrecifes del Canal de Beagle. Sabía que cuando saliera del agujero, todo el paisaje estaría distinto. La nieve y el viento todo lo trastocan. Muchos se habían perdido así. Pero si podía divisar el canal o seguir oyendo las olas, se ubicaría sin problemas. Conocía bien la zona; no podía perderse.

¿Y si la noche lo encontraba allí? Igual podría encontrar el camino guiándose por el faro y las balizas de la costa. Sólo tenía que amainar el viento para ver el camino.

El sol lo sorprendió. La mañana brillante se reflejaba en las montañas con nieve fresca. Se miró entero, se sentía bien, la tormenta había pasado y no sentía hambre ni frio. Las aguas del canal se veían claramente en el horizonte desde la altura en la que se encontraba. Sólo debía bajar al valle y cruzarlo para estar en el camino donde había dejado la camioneta. Unas horas más y

estaría en su casa. No tenía el fusil, bueno no importaba, estaba vivo ya volvería a buscarlo. Ahora sólo quería regresar a su hogar.

Mientras desandaba el camino por los delgados desfiladeros, pensaba en el agujero donde había pasado tantas horas, en su angustia, en el temor de quedar enterrado. Prendió un

cigarrillo y el sabor del tabaco negro le inundó los sentidos.

Caminó por espacio de una hora cuando llegó a una pampita bordeada de desfiladeros. Reconoció el lugar en segundos; allí estaba el pozo donde se había refugiado. Había caminado en círculo por más de una hora atontado y débil, en la luz de la mañana.

Ahora podía ver claramente el agujero en la nieve, aquel que lo conectaba con la vida, pero… si el pozo estaba intacto, él: ¿por dónde había salido?

No recordaba como salió de él. Sólo recordaba el calor del sol sobre su rostro, apenas una hora atrás.

Se acercó al agujero y su rostro se crispó de terror, al ver aquella mano enguantada en piel de conejo aferrando un fusil igual al suyo.

 

Juan Carlos Ronchieri

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